martes, 13 de abril de 2010

R Pisstol

ADICTO

Era tan adicto al sexo que hubiera sido capaz de follar al lado del cadáver de su madre. Bueno, en realidad no fue capaz de hacerlo. Pero si en el baño del velatorio.

Ella no era tan extremista. Pero sus hormonas le jugaban buenas pasadas, buenas decía, desde el colegio o desde un día de esos de muy pequeña que no se acuerda. Pero si se acordaba de haber follado a los diecisiete años en la última grada de una tribuna norte repleta, una tarde de sol y cánticos. Se acordaba de los equipos que jugaban y también que el chico de turno temblaba como un corderito fatal.

Así que como las cosas están escritas, tarde o temprano iban a encontrarse. Y conocerse. Y salir. Y fue así como llegaron a follar en el baño del velatorio.

Después de la muerte de su madre [la de él, la de ella todavía vivía pero hubiera querido estar muerta de saber todas las cosas que su hijita hacía] las cosas empezaron a ponerse peor aunque ella siempre le llevaba ventaja por varios cuerpos, digamos de dos o tres a uno. El no se hacía ningún problema, aquel año probablemente hubiera terminado de arrasar con las chicas de media ciudad –sin exagerar- si su madre no se hubiera puesto enferma y luego muerta.

Talvez ese fue el problema y talvez el principio del fin. Quién sabe. O quería morirse él también. Entre todos los caminos malos disponibles para morirse eligió el peor en cualquier sentido (y más en el sentido de placer). Quería probarlo todo. Y empezó a frecuentar prostitutas. Así que así entre fiestas y eyaculaciones se fue la fortuna que su madre le había heredado. Y obviamente la suerte de no tener que trabajar también. Esto último lo condujo a los ambientes extranjeros por dinero y después a los más sucios y penosos antros homosexuales locales por un poco menos de dinero que al final era algo más para sobrevivir con mediana gracia y ulterior comodidad. Alguna vez hablamos sobre si se cuidaba, si usaba protección y eso, y con absoluta tranquilidad, una tranquilidad que asustaba además, me dijo que no. Que esperaba que alguno de sus amantes o clientes ocasionales le contagiara el bicho.

Yo decía dentro de mí, mierda, si el tío se ha tirado a media ciudad, fácil que ya lleva el dichoso bicho insertado. Así que cuando una vez me fui a dormir con Ella no pensé siquiera un segundo en tocarla y todo lo que sigue. Y eso que estábamos medios borrachos los dos. Nunca antes y nunca después he sido capaz de tirarme a una chica que haya estado con algún conocido o amigo mío, y Ella no iba a ser la excepción. A mí simplemente no se me para de sólo pensar en la posibilidad abierta de un agujero en el que ha estado otro. El agujero de cualquier chica. Con protección o no.

Y así sigue la historia hasta que una noche o madrugada tres de la mañana la encontré sola en la cocina con su cara y sus manos y casi desnuda y apenas iluminada por la luz del microondas.

-No puedes dormir.

-No.

-Una mierda de fiesta.

-Sí.

-Es una mierda mezclar tragos.

-Sí. Y la coca más pateada.

-Sí, la coca más pateada.

-Te peleaste.

-Estabas llorando.

-Estoy llorando.

Mierda. Y no nos decimos nada más. Afuera no hay nada más que luces de la ciudad que se prolongan hasta fundirse con el azulado del cielo y la madrugada. Adentro el sonido del televisor sin volumen plantado en un canal de noticias junto al zumbido de la cafetera italiana. Bajo nuestros pies el frío piso cerámico negro de la cocina minimal.

Después, mientras enciendo un Hamilton, con la respiración a su lado, estoy mas sano que antes de la jodida fiesta y estoy ya pensando en si estoy muerto o en cuantos días me faltarán. El mundo al otro lado de la ventana se dispersa en mil millones de paisajes distintos.