XXVIII
Se acercó pronto al barandal
con un vestido azul bordado de penas,
sus ojos estaban desorbitados
porque las lágrimas que pugnaban
por salir de sus cuencas los empujaban
hacia el vieno, los nogales, las tristezas.
Se arregló el rubio cabello tras
la oreja derecha con la que oía
los llantos, los lamentos, a su
ángel de la guarda presentando su
renuncia, irrevocable, indignada, indisoluble
de la pena que carcomía su
músculo cardíaco hasta hacerlo retumbar
con fuerza en la ósea jaula de su tórax,
un ave-corazón enjaulado en carne y huesos
donde un Dios loco no responde a las plegarias de rutina.
Siente la brisa en su rostro
llevándose las lágrimas, los golpes
y las demás adivinanzas,
sueña con un cosmos
que fuese algo más que un color apocromático.
Fue la última vez que Ana Pascua
percibió la neo nata madrugada
de un domingo tan frío que
incluso algunos dicen ni Dios salió de casa.
Fue cuando Ana Pascua voló sin alas,
soñó sonrisas y cayó al asfalto.
Luis H. Figueroa Lozano-Álvarez
Lima, 03 de septiembre 2002
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